Henry, la batalla por una sonrisa

La historia de Henry podría haber sido la de cualquier otro niño de Sierra Leona, uno de los rincones más pobres del planeta: nacido en el seno de una familia que nunca existió como tal, el pequeño de ocho años arrastraba su existencia por las calles de Lunsar, aquejado de una enfermedad a la que ningún médico del país había encontrado solución. En julio de 2013, un grupo de voluntarios españoles se cruzó en su camino y se puso en marcha una cadena de solidaridad que le ha devuelto la sonrisa y que, si todo va bien, terminará con la infección que carcomía su cuerpo.

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«Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto».

En el documental Miguel, sobre el terreno hay una secuencia que el periodista y corresponsal de guerra Miguel Gil Moreno de Mora grabó en Bar el-Gazar, Sudán, en 1998. El país estaba sumido en una terrible hambruna. En la imagen, una niña camina con un bebé en brazos, tan débil que casi se diría que le pesan los huesos. El paso firme de la niña es suficiente para zarandear sus piernas. Cuenta en ese documental la entonces fotógrafa de Associated Press Corinne Dufka que, a menudo, Miguel dejaba la cámara a un lado e intentaba sacar la vida que había dentro de aquellos niños moribundos: les dedicaba muecas, intentaba hacerles reír… Unas veces con éxito y otras, no. Un día le dijo a la fotógrafa: «Cuando no se puede obtener ninguna reacción de un niño de seis o siete años, hay algo que no marcha en absoluto. Hay algo que ha fallado rotundamente». Hasta hace ocho meses, Henry Kamara era uno de esos niños: parecía imposible arrancarle una sonrisa.

Henry nació el 14 de octubre de 2004 ese pequeño rincón de África Occidental al que los conquistadores portugueses tuvieron a bien llamar Sierra Leona. Dos años y medio antes, en enero de 2002, se habían firmado los acuerdos de paz con los que concluyó la guerra civil que había desangrado el país durante una década. Henry llegó al mundo cuando Sierra Leona estaba renaciendo de sus cenizas. El país arrastraba los traumas que había provocado el conflicto y que, más allá de estadísticas desoladoras, tenía su reflejo en personas con nombres y apellidos. Una de ellas era Margaret Bai, una niña de doce años. La pequeña fue víctima de una violación a principios de 2004. Nueve meses después dio a luz a Henry.

Margaret Bai sólo tenía trece años cuando dio a luz a Henry.

Margaret Bai sólo tenía trece años cuando dio a luz a Henry.

La hermana Elisa Padilla, superiora de las Misioneras Clarisas en Sierra Leona, conoció casi desde el principio la historia. La religiosa había aterrizado en el país por primera vez en 1990, poco antes de que empezara la guerra. En 1999, cuando los misioneros se convirtieron en objetivo de los rebeldes, la congregación en pleno abandonó esa tierra. Regresaron en septiembre de 2002 y la hermana Elisa se puso al frente de un colegio femenino en Lunsar, una de las principales localidades del país.Margaret y su madre, Henrieta, acudieron a la misionera cuando supieron que la primera estaba embarazada.

Henry guarda celosamente una foto que da testimonio de aquellos meses: en ella aparece una niña con el pelo recogido por un pañuelo, sentada en la cama de un hospital con un recién nacido en brazos. A priori, nadie diría que es su madre. Ella, al parecer, tampoco fue capaz de asimilarlo. Los esfuerzos de la hermana Elisa para que continuara sus estudios no bastaron  para que Margaret superara el trauma de la violación. La abuela, Henrieta, se hizo entonces cargo de Henry. La religiosa le define como sumamente inteligente y observador. «Juega y se divierte danzando y con el fútbol», añade. Fue en uno de esos partidos, cuando Henry tenía siete años, donde comenzaron los problemas.

Henry sufría una grave infección en su pierna izquierda que se había extendido por varios puntos de su cuerpo.

Las explicaciones del niño al llegar a casa fueron confusas: según contó, estaba jugando al fútbol en el colegio cuando sintió que alguien lo había empujado. Al mirar atrás, no vio a nadie, pero lo único cierto fue que el dolor le impedía caminar. Henrieta comenzó entonces un peregrinaje por varios centros sanitarios y por «doctores nativos» que utilizaban la medicina natural. Ninguno acertó a darle un tratamiento: las complicaciones de la fractura y las limitaciones de un país con apenas doscientos médicos —sesenta veces menos de lo que necesita una población de seis millones de habitantes, según Naciones Unidas— hicieron el resto.

Quienes trataron a Henry fueron conscientes de que su fémur no sólo estaba roto, sino que estaba infectado, y en una maniobra desesperada le hicieron tres incisiones en el muslo para que el pus supurara. El niño empeoraba por momentos: caminaba asido a una estaca de madera, arrastrando la pierna rota, llevando un pañuelo con el que limpiar sus heridas y soportando un dolor difícilmente medible. Con ese aspecto —serio, con la piel brillante, con sus labios gruesos acostumbrados al silencio y sus ojos grandes, como si ya hubieran visto muchas cosas— Henry cruzó la puerta de la misión de las clarisas en Lunsar el pasado 14 de julio.

La hermana Elisa Padilla incluyó en el equipaje de Henry varias fotos de su infancia.

La hermana Elisa Padilla incluyó en el equipaje de Henry varias fotos de su infancia.

El primer eslabón de la cadena

«You are not gonna cry» («No vas a llorar»), le dijo sor Elisa a Henry cuando se despidieron. La religiosa creía que el niño estaba llamado a hacer algo grande por Sierra Leona. Con esa convicción se lo entregó a un grupo de voluntarios españoles que durante el mes de julio se hospedaron  en Milla 91, el pueblo donde las hermanas gestionan la clínica Virgen de Guadalupe, que atiende a una población de unos quince mil habitantes. Entre los voluntarios había varios médicos y quizá alguno de ellos podía encontrar la luz al final del túnel. «You won’t cry» («No llorarás»), le dijo a Henry.

Vestido con una equipación del F.C. Barcelona que lleva el dorsal de Andrés Iniesta, sin más equipaje que su bastón y su pañuelo, el pequeño se acomodó en la furgoneta. Era noche cerrada cuando el vehículo alcanzó Milla 91. «Era un niño perdido, asustado y triste», recuerda Marta Alústiza, estudiante de 3º de Medicina en la Universidad de Navarra. Henry, todavía amodorrado y nervioso por ocupar el centro de atención de una veintena de desconocidos, parecía recordar la promesa que le había hecho a la hermana Elisa unas horas antes y se esforzaba por contener las lágrimas. Olga Ramírez, pediatra en el centro de salud Collado Villalba (Madrid) y también voluntaria, fue la primera que lo examinó: «La hermana Patricia dice que cuando llegan niños así de enfermos a la clínica, duran como mucho una semana. Seguramente ni una intervención quirúrgica podría salvar su vida». La noticia supuso un mazazo para los voluntarios. En los días posteriores se volcaron con él y trataron de arrancarle una sonrisa con juegos, trucos de magia, chucherías y todo tipo de atenciones, pero el rostro del pequeño permanecía inmutable.

Marta Alústiza comprendió que en  las dos semanas que le restaban en Sierra Leona debía permanecer junto a Henry y hacer que se sintiera querido. Durante ese tiempo las noticias no hacían más que empeorar: una radiografía mostró que la osteomelitis, la infección que le carcomía el fémur, se había extendido también hasta la cadera y que muy pronto lo haría hasta la sangre. En ese punto ya nada salvaría su vida. Con ese pronóstico, Txema Alústiza, el padre de Marta, radiólogo y también voluntario, regresó a España. Probablemente fuera la dedicación con la que su hija había atendido a Henry, o quizá la lucha callada del niño por sobrevivir, lo que sacudió la conciencia de este médico. Él no estaba dispuesto a abandonarlo a su suerte.

La amistad que entablaron Henry y Marta Alústiza empujó a su padre, Txema, a buscar una solución para el niño.

En busca de una solución

A su llegada a España el 21 de julio, el doctor Alústiza comenzó una carrera contrarreloj para salvar a un niño cuya vida se extinguía. Txema planteó el caso en su hospital de San Sebastián, y los médicos señalaron que no había otra posibilidad que la amputación. Era 24 de julio. ˆMe acordé entonces de que Nina García, una empleada de la limpieza que trabajaba en el tercer piso, colaboraba con una ONG que traía niños de África para tratarlos aquí —recuerda el doctor—. Así que fui a buscarla».

Mientras subía los pisos, Txema recordó que era pleno verano, que quizá aquella mujer estaba de vacaciones o que tendría otro turno de trabajo. Pero no: allí estaba. «No hay problema —le dijo ella—. La ONG se llama Tierra de Hombres. Te doy el número del responsable en Bilbao, Alfonso Roncero”. A las once de la mañana, Txema le telefoneó y le contó la historia de Henry. Por segunda vez en pocas horas, recibió un sí como respuesta.

El responsable de la ONG contactó con la persona que podría tener una solución: Mikel Sánchez, director médico y responsable de Traumatología del Hospital Quirón de Vitoria. Su experiencia le había granjeado titulares de prensa como «El mago de las rodillas». En su haber conservaba una ilustre lista de pacientes, que incluía al tenista Rafa Nadal y al rey Juan Carlos I. Aquella misma tarde recibió en su correo electrónico el informe médico de Henry.

«Me llegaron unas radiografías de escasa calidad, pero ya se veía que era un problema francamente complicado», recuerda el doctor Sánchez. Enseguida pensó en quiénes podían ser los «magos”»en esta ocasión: Gorka Knörr y Francisco Delgado, especialistas en microcirugía en el Hospital Universitario de Toulouse. Los tres se reunieron el 30 de julio. Esa tarde, Txema Alústiza recibió la respuesta de Mikel Sánchez: «Lo tienen muy claro: no hay que amputar, hay que injertar el peroné en el fémur. Dicen que lo operan».

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A pesar del grave estado en el que se encontraba Henry, el doctor Sánchez encontró una solución para salvar su pierna.

Txema no salía de su asombro: «Tierra de Hombres, con central en Lausana (Suiza), se encargaría de todo: voluntarios de acompañamiento veinticuatro horas al día durante el ingreso y una familia de acogida cuando le dieran el alta. El Hospital Quirón asumiría el coste de la hospitalización, y el equipo médico de Mikel Sánchez, junto con los cirujanos venidos de Toulouse, pagaría el material. Todo en bandeja en cuatro días. Alucinante».

La odisea diplomática 

Sólo quedaba un trámite, y no precisamente menor: traer a Henry a España, gestión que debían realizar las Misioneras Clarisas. La hermana Elisa, al tanto de todas las gestiones desde Sierra Leona, y convencida ya de que «el milagro de tratar a Henry en España era posible», pronunció otra de las frases clave en la aventura del pequeño: «Hay una voluntaria española, Isabel Villaizán, que regresa a España el 22 de agosto. Si conseguimos el visado a tiempo, podría volar con ella».

Los trámites burocráticos, sin embargo, presentaban una complejidad casi insalvable. Pero Beatriz Alústiza, la hija mayor de Txema, recordó entonces que una de sus amigas era la hija del embajador de España en Sudáfrica, Juan Sell, que se mostró dispuestísimo a colaborar. Gracias a ese contacto, el papeleo se resolvió en pocas horas y Henry consiguió el visado para salir de Sierra Leona. Su madre, Margaret, que hoy tiene veintiún años y a quien no resultó fácil localizar, firmó una carta en la que asumía el riesgo de la operación. Mientras tanto, las misioneras preparaban al niño para amortiguar el impacto que suponía salir del décimo país más pobre del mundo, subir en un extraño aparato que surcaría el cielo y aterrizar en España, cuya única referencia en su cabeza era su camiseta del F. C. Barcelona. Le compraron «revistas con aviones» y le enseñaron «buenos modales». «Le explicamos que tenía que ser muy fuerte porque iba a pasar mucho dolor, pero que regresaría caminando», cuenta la hermana Elisa desde Sierra Leona.

Vuelo a España

Su compañera de viaje fue Isabel Villaizán, economista que hoy trabaja en una promotora urbanística en Madrid. Un día la hermana Elisa le preguntó: «¿Te llevarías a Henry a España?». Isabel aceptó la misión. «Tú has venido hasta aquí para llevarte a este niño en un avión», agregó la religiosa sonriendo.

Isabel y Henry se conocieron la víspera del viaje. «Lo vi comiendo, sentado en una silla de ruedas con la que no alcanzaba bien la mesa. Se le veía desvalido, pero era un angelito». La madre y la abuela del niño le entregaron a la hermana Elisa una maleta con algo de ropa y unas fotos de familia. «Después se marcharon, no sé si llegaron a despedirse de él», explica Isabel.

Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.

Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.

Ya en el aeropuerto, el niño iba vestido con un uniforme escolar y, colgando del cuello, llevaba un rosario y una imagen de María Inés Teresa, fundadora de las Misioneras Clarisas. La despedida con la hermana Elisa fue fugaz: «No siempre salen las palabras deseadas. Simplemente lo abracé fuerte. Él entendió el resto». Instantes después, los voluntarios enfilaban la pasarela de acceso al avión.Henry, en brazos de Isabel, contemplaba las dimensiones de los aviones que despegaban en la pista cuando surgió el primer contratiempo. «Los trabajadores de Brussels Airlines me dijeron que no se hacían cargo del niño si no subía por su propio pie», explica Isabel. «No podía decirles lo que de verdad le pasaba a Henry, porque nos hubieran puesto muchas más pegas para acceder». Pero el pequeño puso todo su empeño en subir cada escalón hasta alcanzar la cabina.

Una vez en su asiento, Henry recordó las indicaciones que le había dado la hermana Elisa: «Ponte el cinturón de seguridad y métete un caramelo en la boca, así no se te taponarán los oídos». Instantes después sobrevolaban el continente africano. Unas horas más tarde aterrizaron en Bruselas. Allí comenzó la pesadilla de Isabel: «Estaba sola con Henry en un pasillo oscuro del aeropuerto, esperando una silla de ruedas. La espera se me hizo eterna y, cuando por fin teníamos la silla, fuimos hasta los controles de seguridad. Nadie me había dicho que me iban a hacer un pequeño interrogatorio sobre la situación del niño. Dudé incluso de si íbamos a pasar el control, pero finalmente nos dejaron acceder a la puerta de embarque».

Los nervios consumían a Henry, que, agotado, no paraba de preguntar si habían llegado a España. «Me acerqué a una azafata y le pedí un favor: “Dile que estamos en España”». Henry empezó a aplaudir y se lanzó a la ventanilla, buscando a Txema y a Marta. Durante el resto del trayecto fue reuniendo las chocolatinas y refrescos que repartían a los pasajeros para regalárselos al doctor y su hija. Al llegar a Madrid, Isabel abandonó sus maletas y se lanzó con Henry al exterior. «Vimos un montón de globos y unas pancartas». Los recuerdos emocionan a la voluntaria: «Lo había pasado fatal y en ese momento me derrumbé, descargando toda la presión». Fue entonces cuando las palabras de la hermana Elisa cobraron sentido: «Lo tengo claro: fui a Sierra Leona por Henry».

Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.

Las posibilidades de supervivencia de Henry en Sierra Leona eran nulas: no había tratamiento posible.

Camino de San Sebastián

En la cabeza de Marta Alústiza se atropellaban las inquietudes desde que su padre le dio la noticia. Durante unas semanas Henry se alojaría en su casa de San Sebastián. Sus hermanos —Beatriz y Jon— y su madre —Elena Zavala— se habían contagiado del entusiasmo con que padre e hija les habían hablado del pequeño. El 22 de agosto se plantaron en el aeropuerto de Barajas. En cuanto vieron aparecer a Isabel y al niño,  echaron a correr. Las lágrimas de emoción de unos se entremezclaban con las de tensión acumulada que desbordaban a la voluntaria española.

«Era otro niño», considera Marta, que se sorprendió al ver cómo cualquier cosa llenaba de alegría al pequeño. «En la ducha, al ver que podía regular la temperatura del agua, se puso a bailar. Los yogures le fascinaban. Pasaba horas viendo a niños jugar al tenis o escuchando música en el iPod. En el paseo de La Concha lo conocía todo el mundo: lo veían pasear en la silla de ruedas, tirada por el perro de unos primos. Parecía un coche de caballos», relata entre risas. Durante esas semanas, Jon Alústiza, de dieciséis años, se convirtió en el mejor amigo del pequeño. «¿Desde cuándo a Jon le gustan los niños?», se preguntaba su madre, Elena. El matrimonio no dudó en asumir la custodia legal de Henry mientras permaneciera en España.

El helado fue uno de los descubrimientos favoritos de Henry al desembarcar en San Sebastián.

El helado fue uno de los descubrimientos favoritos de Henry al desembarcar en San Sebastián.

El optimismo no ocultó que la operación era el verdadero propósito del viaje. Henry estaba muerto de miedo. Txema recuerda que un día lo llevó a su hospital para enseñarle cómo era la máquina en la que, al día siguiente, iban a hacerle un tac. Cuando vio el artilugio, el niño, que iba en brazos del médico, se agarró con fuerza alrededor de su cuello. «En ese momento pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca», confiesa Txema.

La primera prueba

Los exámenes médicos a los que sometieron a Henry revelaron que su situación era más grave de lo previsto. El niño sufría una infección —técnicamente, una osteomelitis crónica multifocal hematógena— que afectaba a seis huesos: el fémur —el que estaba en peor estado—, los dos húmeros, un antebrazo, el otro fémur y una costilla. A ello se unía una anemia genética, común en países africanos, que favorece la aparición de trombos en los huesos. Ambas dolencias, unidas a una inmunidad baja y una mala nutrición —Henry pesaba veintiún kilos y acumulaba un retraso en el crecimiento de dos años— habían favorecido que la infección se extendiera. Pero, para los médicos, ya no había vuelta atrás: fuese como fuese, había que operar.

«En  cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».

«En cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».

Henry entró en un quirófano del Hospital Quirón de Vitoria a las ocho de la mañana del 7 de septiembre. La operación duró doce horas. Participaron cinco cirujanos ortopédicos y once anestesistas y colaboradores. Cuando abrieron el fémur izquierdo, se dieron cuenta de que la osteomelitis había destruido también la cadera. Adoptaron entonces una solución provisional: le implantaron un fémur de cemento que retirarían en una segunda operación en la que se le trasplantaría el peroné. Mientras tanto, le trasfundieron un volumen de sangre superior al que tenía en todo su cuerpo. «Fue muy largo y complejo, pero todo salió a la perfección», explica Mikel Sánchez.

La noche y el día siguiente eran claves: los médicos no estaban seguros de que Henry soportara una cirugía tan agresiva. Varios miembros del equipo médico fueron testigos del momento en que el niño se despertó. «Abrió los ojos poquito a poco —recuerda el doctor Sánchez— y, cuando se dio cuenta de que habíamos terminado, me cogió la mano y nos dijo “Thank you” (“Gracias”)».

«En  cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».

«En cuanto me abrazó, pensé que yo era lo más cercano a un padre que Henry había tenido nunca».

Una nueva familia

«A este sí que me lo llevaría a casa». Cecilia Sebastián, de 42 años y auxiliar de enfermería del Hospital Quirón, no imaginaba que ese pensamiento que acababa de pronunciar en voz alta iba a convertirse en realidad. Era el 9 de agosto y, aquella noche, retomaba su trabajo después de pasar tres semanas de vacaciones junto a su marido, Javier Granados, de 43 años, y su hija, María, de diez. Henry, convaleciente, dormía en una de las habitaciones del hospital. «¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Porque no tiene familia de acogida», aseguró una de las voluntarias de Tierra de Hombres que acompañaba a Henry en la clínica. La auxiliar no lo dudó: «Claro que sí».

Durante dos días, Javier estuvo pensando en lo que suponía llevarse a Henry a su casa. Por fin, se sentó con su esposa y le habló en terminología ciclista: «Mira, Ceci —le dijo—, me estás pidiendo que suba el Tourmalet y no sé si voy a poder. ¿Por qué no hacemos una primera etapa en llano y me llevas a conocerlo?». Fueron al Hospital Quirón y a Javier apenas le hizo falta asomarse a la habitación y ver a Henry postrado en la cama. Embriagado por la emoción, se echó a llorar y abandonó la sala. «Adelante, Ceci. Nos lo llevamos». María, que ya llevaba varios días escuchando  hablar de Henry en casa, tampoco pudo contener las lágrimas al enterarse de la noticia, mientras se echaba en brazos de su madre.

Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.

Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.

Por fin llegó el día en que Henry recibió el alta. «¿Esta es tu casa?», le preguntó el niño a Cecilia al alcanzar el portal, en el barrio vitoriano de Lakua. «Sí, es mi casa», contestó ella. «Y… ¿mía también?». Aquella pregunta estremeció a la madre de acogida. «Sí, tuya también». Desde entonces, cada día supuso una nueva lección para Cecilia y Javier: «Lo más difícil son las curas porque, a veces, sin darnos cuenta, le hacemos daño. No grita, se queda tumbado y le salen un par de lágrimas que le recorren la carita, pero no dice nada. Cuando tiene un dolor muy fuerte, se pasa por la pierna el rosario que se trajo desde Sierra Leona». Javier tiene claro que ahora su prioridad es Henry, e incluso está dispuesto a reducirse la jornada laboral para atenderlo: «No es capaz de comer más de media bolsa de chucherías. Reserva la otra mitad para María. Por mucho cariño que le damos, no queremos que olvide de dónde viene y que volverá. Muchas veces le preguntamos por su abuela y sus amigos, y si nos los presentará si algún día vamos a verle a su país».

El 19 de octubre, Henry se despidió de CeciliaJavier y María para afrontar su segunda prueba de fuego. La operación, dirigida por Gorka Knörr y Francisco Delgado, era una obra de ingeniería que solo se había realizado una vez en España y muy pocas en el mundo. Había que extirpar el peroné y todas sus arterias y venas, e implantarlo en el lugar del fémur para que creciese como el hueso original. Antes de comenzar, con el equipo médico al completo en el quirófano y Henry tumbado en la camilla, el niño volvió a sorprender a todos: «Levantó la mano y dijo: “Cinco minutos”. Se quedó calladito, con los ojos cerrados, reflexionando. Al cabo de un rato nos dijo: “Ya está”. Eso un niño tan pequeño no lo hace nunca. Nos quedamos impresionados», relata Mikel Sánchez. Cuando le colocaron la mascarilla para anestesiarlo, comenzó a respirar rápido, sabiendo que así se dormiría pronto. Trece horas después, abandonó la sala de operaciones. La intervención, otra vez, había sido un éxito.

Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.

Cecilia Sebastián, auxiliar en el Hospital Quirón, en Vitoria, su marido, Javier Granados, y su hija, María, se convirtieron en la familia de acogida de Henry.

Henry salió del quirófano con una estructura metálica externa con hierros incrustados a la altura de la rodilla y la cadera. Quedan por delante meses de rehabilitación hasta que el peroné se fortalezca lo suficiente para soportar su peso. El plazo es, al menos, de un año. «Tenemos que estar seguros de que todo funciona bien porque, una vez en Sierra Leona, va a ser muy difícil tratarlo», asegura Mikel Sánchez.

La cadena de solidaridad que ha desatado Henry en los últimos meses sigue creciendo. Para la hermana Elisa, «Dios está poniendo a su alrededor todo lo que necesita para recuperar su salud. Espero verlo de vuelta y siguiendo una vida normal». Mientras Henry piensa que todos los eslabones de esa cadena —las misioneras, los médicos y las enfermeras, los cooperantes y su nueva familia— han contribuido a salvarlo, ellos están seguros de que ha sido el niño quien, en alguna medida, los ha salvado a ellos de olvidar algunas lecciones importantes. Todos, en un momento u otro del proceso, habían pronunciado las mismas palabras que el traumatólogo Mikel Sánchez: «Lo que yo he aprendido con Henry es que la gente es buena».

La cadena de solidaridad que ha ido despertando Henry a su paso ha permitido que el niño recupere su sonrisa.

La cadena de solidaridad que ha ido despertando Henry a su paso ha permitido que el niño recupere su sonrisa.

© Este reportaje ha sido publicado en el número 682 de la revista Nuestro Tiempo. Es posible descargar el reportaje en formato pdf aquí. Escrito junto a Gonzalo Araluce, autor del blog El meridiano cero.

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“Dios te da una dosis de miedo en la vida y yo la gasté en quince días”

El 6 de julio de 2013, el misionero José Luis Garayoa recibió a un grupo de voluntarios españoles en su casa de Kamabai, en Sierra Leona. La fecha obligaba a este navarro a cumplir el ritual de ponerse un pañuelo rojo al cuello en honor al chupinazo de los Sanfermines. Aquello lo contamos en las páginas de Diario de Navarra. Pero como las grandes historias no entienden de límites ni caracteres, reproducimos la entrevista íntegra en la que Garayoa repasa cómo vivió su secuestro y su liberación y cómo el cautiverio cambió los esquemas de su existencia.

Con 24 años, Garayoa se ordenó sacerdote e inició su vocación misionera. Ha pasado por Chihuahua (México), Costa Rica, El Paso (Texas) o Sierra Leona. / Foto cedida.

Con 24 años, Garayoa se ordenó sacerdote e inició su vocación misionera. Ha pasado por Chihuahua (México), Costa Rica, El Paso (Texas) o Sierra Leona. / Foto cedida.

¿Cómo se vive un San Fermín en Kamabai?

Es un recuerdo cariñoso, pero son de los días que para un navarrico que vive en el extranjero resultan duros. En fechas concretas, como cumpleaños, Navidades o Sanfermines, la cabeza vuela directamente a los amigos, al calor familiar y a la calle Estafeta. Es difícil no sentirse un poco fuera de todo eso. Pero la vida también te demuestra que no sólo se pueden correr encierros en Pamplona. Aquí, en Sierra Leona, también hay muchos encierros que correr y seguramente con toros más bravos, especialmente el de la miseria y el de tratar de vivir el día a día con ilusión. Ese es el encierro que me toca vivir a mí aquí desde hace nueve años.

Pero ya estuvo aquí antes…

Sí, lo que pasa es que antes fue un paréntesis muy corto porque al mes de llegar, en el año 98, me secuestraron los rebeldes en el hospital después de coger fiebre tifoidea. 14 de febrero de 1998, nunca olvidaré esa fecha. En vez de flores, me echaron a patadas.

¿Qué le trajo aquí en plena guerra?

Quizá un espíritu aventurero mezclado con una promesa que les hice a mis alumnos en España, a los que les daba clases de Geografía e Historia: “Si puedo, vuelvo a primera línea”, les decía. Del Vaticano  pidieron a las congregaciones religiosas que dieran un paso adelante para venir a este pueblo que estaba desangrado por una guerra cruel.  La película Diamantes de sangre refleja bien lo que ocurría aquí. Las ONG se iban y esto se quedaba solo. Mi jefe de mi orden religiosa, de los Agustinos Recoletos, me comentó la oportunidad. Yo venía de clase y leí la carta: «Si estas iluminado por el espíritu de Jesús, si estás decidido, escribe una carta de puño y letra al Provincianato ofreciéndote voluntario para irte a Sierra Leona, que está sufriendo una guerra…», y bla, bla. «¿Y por qué no?», me dije. Entonces dejé los libros de Geografía e Historia, mis scouts, mi guitarra, y me vine a Sierra Leona.

¿Cuál fue su primera impresión al entrar en Sierra Leona?

Aterrizamos en Guinea Conakry. La entrada a Sierra Leona estaba prohibida, así que tuve que atravesar la frontera por el bosque, de forma ilegal. Había muchísimo trabajo que hacer: era una nación decapitada y no había ningún apoyo internacional. Éramos bomberos que apagábamos los pequeños incendios que nos tocaba ver. Hacíamos lo que podíamos.

Pero su camino se truncó a los pocos días.

Llegué a Kamabai y a las tres semanas cogí fiebre tifoidea. Me llevaron al hospital de Mabesseneh, que muy pronto fue tomado por los rebeldes. Me vieron y me llevaron con ellos. Y como me veis, así, en pantaloneta, camiseta y chancletas, me llevaron con ellos. ¡Fijaos qué ridículo! Caminamos por el bosque desde Massakah hasta Mile 91.

«Les decía a mis alumnos siempre: ‘En cuanto tenga una oportunidad, vuelvo a primera línea»

¿Era del todo consciente del riesgo que suponía venir a un país como este en estas circunstancias?

Sí, siempre lo supe. Desde las órdenes religiosas y desde la Iglesia nos habían señalado la dificultad que tenía venir. Pero fui yo quien tomé la decisión, y lo hice por una sencilla razón: acompañarte a ti en una boda es fácil, pero acompañarte cuando estás jodido, sin trabajo o ante cualquier otra dificultad, es cuando vas a demostrar la dimensión humana de tu cariño. Era una forma de querer. Y además hacer verdad, dar autoridad moral a lo que yo les decía a mis alumnos siempre: «En cuanto tenga una oportunidad, yo vuelvo a primera línea». Antes estuve trabajando con los indígenas tres años, con los niños de la calle tras la guerra de Nicaragua, otros diez. Siempre soñaba y presumía de que, en cuanto pudiese, iba. Dios me puso la muleta y yo entré.

Tiene un buen currículum de lugares en los que ha ejercido el sacerdocio.

Prácticamente poquitos. En Chihuahua, en la sierra madre occidental. También con los niños de Costa Rica. A partir de ahí me pidieron estar en España dos años trabajando en promoción vocacional. Y luego estuve dando clase de Geografía e Historia y Educación Física. Luego surgió esta oportunidad de venir y me lancé, pero enseguida me echaron [los rebeldes]. Todo el mundo creía que mi estancia en Sierra Leona había terminado para siempre. El psiquiatra me llegó a recomendar que tuviera un año sabático, pero yo me iba a volver loco. Me decía que estaba deprimido, que una depresión tiene picos de euforia y picos bajos. Pero también me reconoció que a mí siempre me veía en el pico de euforia. «Diga lo que usted quiera, pero me siento bien», le dije. A mí me han dado de comer mierda, a mí no me dejaban salir a caminar, pero yo me he escalado el Aneto tres veces, porque me sé el camino. No puedo estar 24 horas al día pensando porque me pego un tiro. Me creé mis mecanismos de defensa: me levantaba, leía, me iba a pasear por la Taconeara. “Tu trabajo es decirme a mí que estoy hundido, cansado, frustrado, por ese encuentro y por el pasado”, le decía al psiquiatra. Él me daba consejos para olvidar lo que había vivido, pero yo no quería olvidar. Todo eso formaba parte de mi realidad, de lo que soy. Los palos que me den no me los van a quitar nada.

«He visto cortar manos y pies, cosas que es increíble que un ser humano tenga que ver. Pero también he visto la vida alrededor, la esperanza… Sierra Leona no me dejó dolor, me dejó nostalgia»

Lo pasaría mal aquellos días…

Hombre, ¿por qué te crees que volví? Dios te da una dosis de miedo en la vida y yo la gasté en quince días. Yo me quede sin miedo. No sin responsabilidad, sino sin miedo. Sí que es verdad que al principio, cuando veía una película de terror en la que había algún tipo de maltrato físico, me venía una especie de sudor frío, pero llegué a entender que eso formaba parte de mi vida. He visto cortar manos y pies, cosas que es increíble que un ser humano tenga que ver. Pero también he visto la vida alrededor, la esperanza… Sierra Leona no me dejó dolor, me dejó nostalgia. Mi experiencia aquí no fue sólo el secuestro. “Entonces haz lo que quieras”, me dijo el psiquiatra. Y enseguida mi jefe me contó que necesitaba a alguien que le ayudara en el paso de Texas con los inmigrantes. Y allí me fui, ocho años. Después, en 2005, vuelta a Sierra Leona. La guerra había terminado dos años atrás y ya podía construir algo sin que me lo quemaran al día siguiente.

José Luis Garayoa en la misión de los Agustinos Recoletos en Kamabai, junto a su amigo Medo Mansaray. En primer plano, la vaca Iruña, regalo de un voluntario navarro. / Gonzalo Araluce.

José Luis Garayoa en la misión de los Agustinos Recoletos en Kamabai, junto a su amigo Medo Mansaray. En primer plano, la vaca Iruña, regalo de un voluntario navarro. / Gonzalo Araluce.

En Kamabai ya cuenta con un gran espacio e instalaciones. ¿Cómo lo ha construido?

Todo con ayuda de España. Alguna escuelita de Estados Unidos, pero todo es solidaridad de España.

¿Cómo ve su futuro en Sierra Leona?

Va a depender un poco de mi orden religiosa. Lo que siempre he visto es que vas construyendo algo pero también te vas haciendo mayor. Entonces llega alguien más joven e impulsa la realidad. Lo que a mi me gustaría es que, si dejo diez vacas, cuando venga de visita en diez años haya 35.

¿Y el futuro de la gente de aquí?

Crudo. Mi hermana no lo entendía hasta que vino. “Es mejor enseñar a pescar que dar un pez”, se suele decir. Pues aquí estamos en el estadio anterior y tienes que convencer a la gente de que es bueno pescar, que es bueno aprender a pescar.

¿Ha visto cambios en el tiempo que lleva usted aquí?

[Respira profundamente] Muy poquitos. Me gustaría decir lo contrario, pero va a hacer falta el trabajo de generaciones. Por corrupción, educación, valores… Hace falta mucha formación humana. Mi hermana se peleaba con ellos. España la cambió la generación de mis padres. Trabajaron como burros, porque mi hermana y mi madre se iban a la fuente del pueblo a por agua y a lavar. Pero nosotros nunca hemos estado sucios, ni descalzos, ni llenos de mocos. Mi hermana hablaba con las mujeres y ellas les decían que no había agua. “¿Que no hay agua? ¿Y el pozo que ha hecho mi hermano?”. Lo que pasa es que tienes que trabajar y, aquí, hasta que una generación no aprenda a partirse el alma, nada de esto cambiará. Además, en Europa eso no interesa, porque cuanto menos sepas tú, más fácil es robarte.

«De los líderes de las aldeas de Kamabai, ninguno sabe leer ni escribir. Si el futuro de una nación pasa por gente analfabeta, es muy fácil mentirles»

¿Qué le frena a la gente de aquí a dar ese paso?

Antiguas tradiciones y falta de cultura… Sobre todo falta de cultura. De los líderes de las aldeas de Kamabai, ninguno sabe leer ni escribir. Si el futuro de una nación pasa por gente analfabeta, es muy fácil mentirles, aunque haya un documento de por medio. Y así les va. Las grandes explotadoras de la tierra, las grandes multinacionales de los minerales… ponen algo de dinero y ya está.

A diario se puede ver un tren que recorre Sierra Leona cargado de arena que después se llevan grandes barcos de Freetown.

¿Pero tú te imaginas lo rica que tiene que ser esa arena para que se tomen todas esas molestias? Seamos honestos. Me encantó una entrevista que le hicieron en España a un inmigrante que se veía que era culto. “¿Cómo te juegas la vida en el Estrecho?”, le preguntaban. “¿Yo? A devolveros la visita. Vosotros vinisteis a llevaros todo, y ahora vengo yo”.

¿Qué países explotan Sierra Leona?

¡Facilísimo! ¿Qué compañías aéreas vuelan aquí? British Airways, Air France, rusos y los americanos que están siempre…

¿Y los chinos?

Hombre, por supuesto, esos no pueden faltar en la decoración africana. Nos dan mierda por diamantes de primera. Los Nokia que nadie quiere los mandan acá; hay Samsung hechos para África… Los portones de esta casa están pintados con pintura china, que viene la lluvia y se la lleva. Te bebes litros de esa pintura y no te pasa nada, porque es todo aceite. Toda la mierda viene aquí y la cobran bien. Y mientras, se llevan. Van a hacer un puente, un aeropuerto…y viene alguno de China a firmar con el presidente. Hay una corrupción tan endiablada aquí…

«Nos dan mierda por diamantes de primera»

Charlando con gente de aquí, siempre sale a relucir el tema de la corrupción.

Te pongo un ejemplo con esta carretera, la que pasa por Kamabai y que fue financiada por la Unión Europea. ¿Sabes quién la iba a hacer? Un amigo mío de Estella. Se la tenían concedida. El ministro de Trabajo fue a Pamplona y vio los trabajos que habían hecho. La clínica San Miguel, hoteles… La oferta de mi amigo era seis millones más barata. Mandó una grabación con imágenes de los trabajos de los senegaleses y de los chinos. Todo mierda y se jode en dos años. Pero se lo dieron a los senegaleses.

Eso sería frustrante para gente como usted, que trabaja para que Sierra Leona sea un poco más justo.

Y luego a los senegaleses les roba todo el mundo. Arena, granito, grava… Tengo un amigo que me dice: “Grandpa, tú no robes, deja que lo haga yo con tu camión y te lo traigo, que tú lo usas para el bien de Sierra Leona”. Y ahora estoy robando a los que roban a los senegaleses. Para que algo de lo que roban vaya a los pobres. Un buen teólogo te diría que no tengo razón, pero yo oí que el ladrón que roba a un ladrón tiene cien años de perdón.

También, una cosa es la teoría, quizá vista desde fuera, y otra la práctica a ras del suelo.

No sé, a mi ni me preocupa, pero si tú vas allá, tienes camiones de arena que yo le estoy robando al ladrón que lo tira por ahí. Y me quedo tan pancho, porque voy a criar vacas que van a dar leche para alimentar a los niños.

Garayoa lleva ocho años desarrollando su labor en Kamabai, en pleno corazón de Sierra Leona. / Foto cedida.

Garayoa lleva ocho años desarrollando su labor en Kamabai, en pleno corazón de Sierra Leona. / Foto cedida.

¿Cuánto tiempo tiene previsto quedarse aquí?

A mí el próximo año se me cumple mi contrato. Sería mi noveno año. Yo soy como un jugador cedido, como uno que el Madrid cede a Osasuna. Para eso tiene que haber acuerdo entre los dos presidentes de los equipos y el jugador. Yo soy parte de una provincia religiosa, que es la española, San Nicolás, y que depende de otra provincia, Filipinas, también de Agustinos Recoletos, que es San Ezequiel. Necesitan un perfil, y como yo había estado en tiempos de la guerra, y hablaba inglés, Filipinas le dijo a España que me necesitaba, que si no les importaba dejarme. Me dejaron tres años, me renovaron otros tres y luego, otros tres, y no creo que me cedan más.

¿Regresaría a España?

No, al Paso, a Texas. Yo no me veo en España.

«La Iglesia tiene un trabajo inmenso en España, primero de credibilidad, y eso no lo ganas en los púlpitos»

¿Por qué no? 

¿Haciendo qué? ¿Qué puede hacer un cura de pueblo en España, aparte de decir misa? ¿Qué hago yo en España? La Iglesia tiene un trabajo tan inmenso en España, primero de credibilidad, y la credibilidad no te la ganas en los púlpitos. Es lo que viene a decir [el Papa] Francisco. El pintor huele a pintura, el pastor, a oveja… Qué curioso cuando yo voy a Viana, y veo a mis amigos y digo, ¿por qué he hecho yo todo esto? Por credibilidad.

El 6 de julio, Garayoa celebró el chupinazo con sus amigos Hassan y Medo Mansaray. / Foto Gonzalo Araluce.

El 6 de julio, Garayoa celebró el chupinazo con sus amigos Hassan y Medo Mansaray. / Foto Gonzalo Araluce.

Algo echará de menos de allí.

Los amigos, la familia. Pero como todo: la vida te va enseñando que el amor no es cuestión de cercanía, de kilómetros, que la amistad no es tener tres mil amigos en Facebook, es otra cosa. Y eso lo vives, lo experimentas. Mi madre estará en el Cielo, supongo, y yo me siento cercano a ella. Vives la amistad en otra dimensión y cuando Dios te da la oportunidad de reencontrarte, te reencuentras. Para mí fue la gran lección del secuestro. A mí, la pregunta más común que me hacían era qué se siente en el último momento. Y yo, no quiero ser fantasma, pero no sientes miedo. Cuando a mí me iban a fusilar, y estaba contra un árbol, lo que sentía era que no tenía tiempo. Si yo te tenía que decirte “te quiero”, ya no podía; si me había peleado con mi hermano pequeño por la tierra de una viña, ya no podía; se acabó Viana, se acabó la Estafeta… Con 45 años, se acabó. Cuando revives, porque yo reviví, y te dan otra oportunidad, llegas a ser una persona privilegiada, porque retomas todo: el amigo es más amigo; el vino, más vino; el pan, más pan; el café, más café. Yo me tomaba un café en Viana y estaba absolutamente seguro de que el que más estaba disfrutando del café era yo, porque nadie más lo iba a disfrutar tanto. La vida a veces nos hace perder esa dimensión del disfrute de las cosas, del disfrute de los amigos. No tenemos tiempo. Y parece increíble que en el tiempo de la comunicación tengamos tan poco tiempo para los demás. Claro, también necesitas el abrazo cálido, pero yo nunca me he sentido más cercano a mi familia que ahora. Si a mí me dolía algo cuando estaba secuestrado era el dolor que yo sabía que sentían mis hermanas. Cuando estaba jodido, porque tenía fiebre tifoidea y podía tener coma hepático, y bebiendo mierda, y caminando, me entraban ganas de decir: “¡Ya está, me dan un tiro y aquí me quedo!”. Y luego me decía: “¡No seas cabrón, José Luis! Si tu familia cree que estás vivo, tú tienes que estar vivo, y ellos creen que tú vas a estar bien”. A mi hermana Isa le preguntaban: “¿No tienes miedo de que maten a tu hermano, de que lo torturen?”, y ella decía: “Mira, si lo matan, ya no tiene remedio. Pero mi hermano, le hagan lo que le hagan, estará bien”. Y para mí fue un honor ver aquellas cintas grabadas en la que mi familia y mis amigos decían lo que pensaban de mí.

«Cuando me iban a fusilar y estaba contra un árbol, lo que sentía era que no tenía tiempo. Si yo te tenía que decir ‘te quiero’, ya no podía»

No debe ser fácil dejar todo eso atrás y volver aquí. 

Es que yo no he dejado nada. Qué te crees, ¿que tú quieres más a tu familia o la sientes más cercana que yo a la mía? ¿Cuántos matrimonios hay, que vas por Estados Unidos y uno con el walkman, otro con el móvil, y te das cuenta de cuánto tiempo lleva esa pareja junta? Si van de la mano, cuchu-cuchu-cuchu, es que se acaban de conocer, y si no, se sientan a tomar una pizza y no se miran a los ojos. Yo, cuando voy a cenar con mis amigos en Pamplona, no veo a ningún amigo tocarle el culo con cariño a la novia o a la mujer con disimulo, como cuando éramos jóvenes, o mirarla con ternura o sonreír. ¡Están más aburridos! Sólo te hablan del piso, de las vacaciones de la playa, del coche… ¡Y yo adoro a mis amigos! Pero cuando me dicen, “Joe, cura, tú todo el día rezando, aburrido…”. ¡Bueno…! Yo no cambio mi vida por la de ninguno de mis amigos. Que me quiten lo bailao. A lo que voy es a la pasión de la vida, a que cuando te enamoras, se te nota. En las parejas se ve.

Volviendo al secuestro, ¿cómo fue el momento en el que deciden no matarlo y lo liberan? 

Yo no sabía que me liberaban. El 25 me iban a fusilar y el 27, me liberaron.

¿Cómo sabía que lo iban a matar el 25?

Porque a las dos de la mañana me despiertan, me atan a un poste y están todos apuntándome. Y llega un rebelde y dice: “Stop, stop, stop!”. Y empezaron a discutir si me mataban o no.

«Para ellos yo era un escudo humano y sabían que, si me mataban, los iban a machacar»

¿Por qué no sabían que hacer?

Porque para ellos yo era un escudo humano y sabían que, si me mataban, los iban a machacar. Y los otros decían que me tenían que matar para demostrar autoridad moral, porque habían dicho que si el ECOMOG [Economic Community of West African States Monitoring Group, fuerza militar desplegada por la Comunidad Económica de Estados de África Occidental] no paraba la invasión a Freetown, me iban a matar, no les iban a creer si no lo hacían. Y yo estaba tumbado oyendo la conversación. Si el rebelde que vino por detrás se hubiera tropezado y hubiera llegado veinte segundos más tarde, no estaría aquí con vosotros.

¿Dónde lo liberaron?

Me llevaron a Masiaka y yo dije: “Vuelta a empezar”. Pero a lo lejos vi boinas azules, tanques… Y dije: “Estos no son rebeldes”. Y me entregaron al ECOMOG.

Y usted conoció en ese momento a Miguel Gil Moreno, ¿verdad? [Periodista español que fue asesinado en una emboscada en Sierra Leona en el año 2000]

Con Miguel yo hice la primera llamada a mi casa, fue la primera entrevista. Las primeras imágenes que salieron en los informativos me las hicieron los dos que murieron, él y Kurt Schork. Ellos iban corriendo con un coche por Port Loko y de repente dieron un frenazo. Yo andaba con un pantalón blanco, una camiseta por encima atada con una cuerda. Me había duchado e iba andando con una sensación de “de repente no te puedes levantar, de repente estás vivo”… desubicado. Y se baja Miguel Gil y dice:

—¡Hostia! ¡El misionero! ¿Qué haces?

—Pues aquí….

—¡Buah! ¿Has llamado a casa?

—No.

—No te preocupes, que eso lo arreglo yo.

Tenía un teléfono satélite en el coche, lo montó y llamé a Pamplona.

—No me contestan.

—¡¿No tienes más teléfonos?! ¡No me digas! ¡Tienen que estar juntos en algún lado esperando por ti!

—Pues a lo mejor en Viana…

—¡Llama! No te preocupes, ¡tú llama!

Entonces llamé, y me dijo: “Mira, te voy a decir una cosa: Yo vivo de esto, pero no es el precio de la llamada. Me gustaría grabarte. Creo que, para tu familia, no sólo oírte sino verte va a ser un alivio, te lo digo por esto. Pero te juro que a mí la exclusiva en estos casos no me importa”. Un caballero. Le dije:

—No, no me importa que me grabes.

—¿De verdad, José Luis?

—Que no.

Me contestó mi cuñado, se me cortó la voz y a ellos también… (Se emociona). Miguel inmediatamente hizo así (hace el gesto de dejar la cámara en el suelo). Cuando vio que yo me serené y que ya podía hablar sin llorar, volvió a grabar. Al final dijo: “Oye, sabes lo que mi madre reza por vosotros… Siempre le digo que yo no estoy tan loco como los misioneros, que voy siempre con el ejército, y que ellos [los misioneros] son los que están por ahí perdidos”. Fíjate qué frase. Cuando me fui a España, me enteré de que habían emboscado a Gil con el Ejército y que lo habían matado.

«Yo todavía no me explico muchas veces por qué estoy vivo»

¿Cómo fue ese momento para usted?

Pues… Es que te ves en él. Yo todavía no me explico muchas veces por qué estoy vivo. A mí me han hecho la ruleta rusa en la cabeza. ¿Por qué estoy vivo? La bala sale cuando Dios quiere. Depende un poco de ti, de mantenerte… ¿Porque hayan jugado a la ruleta rusa en tu cabeza tienes que estar loco para siempre? Si no ha salido la bala, es porque a lo mejor Dios quería que siguieses viviendo. ¿Por qué no vas a seguir? ¿Vas a seguir siempre pensando en la ruleta rusa? ¿O en los pies que viste cortar? A lo mejor tu trabajo es intentar que eso no vuelva a suceder.

«Yo digo que Dios me debe una explicación, y sé que me la dará»

Entonces, ¿Dios no quería que Miguel siguiera viviendo?

No, yo no… Desde mi fe considero que estamos de paso. Sé que puede sonar un poco egoísta pero, a mí, todo lo que me ha jodido la vida –que también la he disfrutado- viendo que se me mueren los niños cagando sangre y gusanos… Si la vida es eso, nada más, qué triste. Por justicia, por Dios, por el destino o por el universo tiene que haber un lugar donde esté mi niño, el que ha muerto cagando gusanos, por el hecho de que, por la lotería de la vida, le ha tocado nacer aquí. No hay derecho. Y mi sobrinito… ¿por qué? ¿Por qué tú sí y él no? ¿Por qué Viviane, mi cocinera, no sabe leer ni escribir y tú estás entrevistándome? ¿Por qué? ¿Y esto se acaba porque uno haya nacido en Sierra Leona y otro en España? A mí, cuando me dicen: “¿Lo que has visto no te quita la fe?”. Yo digo que a mí Dios me debe una explicación, y sé que me la dará. La gente buena no se acaba. Nosotros, cuando rezamos, decimos que la vida de los buenos no se acaba, se transforma. A veces confundimos y decimos que los cristianos creemos en la vida futura. Mentira. Creemos en la vida eterna. Si tú vas a la filosofía pura, futuro y eterno son dos términos totalmente distintos: el futuro es algo que no ha comenzado y vendrá, y eterno es algo que ha comenzado y no tiene fin. Y es lo que dice Jesús siempre: la vida y el reino están entre vosotros. Va a haber una transformación, y todos los momentos de ternura, de simpatía, de cariño y cuando tú te sientes rico, eso es la vida eterna. ¡Pero ya la vives! Ya la estás viviendo aquí. Entonces, yo sé que lo que disfruto y lo que vivo: quitando el dolor y la tristeza, eso es la vida eterna. Y la ventaja para mí frente al que no ha creído o al que sufre más de amarguras o de increencias es que yo he vivido más vida eterna que él, primero aquí y luego allá, y él tiene que esperar algo, porque no lo entiende… Si tú estás enamorado y le pegas un beso a tu pareja, eso es la vida eterna. Y lo dice un cura. Dios es amor. Es la mejor definición que se ha dado de Dios y ninguna corriente filosófica se ha atrevido a darla, sólo San Juan. ¿Por qué? Porque según la filosofía románica, o la griega, se creía que sólo daba el que necesitaba algo, hasta que llega Juan y dice: “Amar es amor desinteresado”.

«No he cambiado las estadísticas, pero te puedo enseñar sonrisas de niños»

¿Es fácil explicar todo esto a gente que ha sufrido tanto, como la gente de aquí?

Nuestra misión es, primero, darles un valor como personas, un mínimo de cultura, y después, que sean autónomos. Y no dejarles engañar. Nosotros, los misioneros, somos testigos válidos. Si tú quieres liberar a un pueblo, edúcalo. Si lo educas, no lo engañas. Tú no puedes explicar Teología a esta gente, pero puedes oler a oveja: puedes jugar con los niños, correr… Si lees las estadísticas de Unicef, el peor país para nacer es Sierra Leona. Yo no he cambiado las estadísticas, pero te puedo enseñar sonrisas de niños, puedes ver a una muchachita que se estaba muriendo por sepsis y le estoy curando la teta desde hace un mes y puedes verla sonreír ahora. Y se moría. Yo no cambio África, pero esa mujer va a poder amamantar a su hijo. Son pedazos que fíjate lo que pueden hacer. Yo no soy el Mesías, sólo hago lo que puedo.

Los niños de Kamabai conocen a José Luis Garayoa como ‘grandpa’ [‘abuelo’, en inglés]. / Foto cedida.

Los niños de Kamabai conocen a José Luis Garayoa como ‘grandpa’ [‘abuelo’, en inglés]. / Foto cedida.

*José Luis Garayoa es autor del blog África en el corazón.

[Entrevista realizada en Kamabai (Sierra Leona), el 6 de julio de 2013, junto a Gonzalo Araluce, autora del blog Meridiano cero].

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Mi superhéroe favorito

Mi superhéroe favorito tiene un 32 de pie y, sin embargo, nos lleva muchas zancadas de ventaja. Pesa 22 kilos, aunque yo creo que deben de ser más, porque ese corazón no puede ser tan ligero. Mi superhéroe favorito no sabe que es un superhéroe, porque él cree que no ha salvado a nadie, sino que ha sido al revés. Pero lo cierto es que él nos ha salvado un poco a todos, a todas y cada una de las personas que desde hace tres meses nos hemos cruzado con él. Porque, en realidad, ha sido él quien se ha cruzado con nosotros.

Mi superhéroe favorito se llama Henry. Tiene nueve años. Los cumplió hace unos días y para él fue su primer cumpleaños: nunca antes lo había celebrado. Lo hizo, con tarta de chocolate incluida, en Vitoria, muy lejos de su tierra natal, ese pequeño rincón de África Occidental al que los conquistadores portugueses tuvieron a bien llamar Sierra Leona. Su ciudad y su familia quedaron atrás en agosto, cuando se subió en un avión rumbo a España para que unos médicos de otra galaxia le salvaran la pierna, y la vida. Cuando lo preparaban para el viaje, las monjas de las Misioneras Clarisas le enseñaron en un libro lo que era un avión. Quién sabe lo que entendería de la explicación. Luego, vio los aparatos con sus propios ojos a través de los cristales del aeropuerto de Freetown. Aquello lo fascinó. Sería sólo la primera de sus fascinaciones. Luego vendrían el helado, el agua caliente saliendo de la ducha, el ipod y un extraño bicho amarillo llamado Bob Esponja. 

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Quizá Henry no sepa qué es un superhéroe. Habrá que explicarle que son seres venidos de otra dimensión, que tienen un poder inimitable, que aparecen justo en el momento en el que se los necesita y que siempre consiguen salvar a quienes están en peligro. Qué cosas. Porque él vino de Lunsar, un rincón que a veces parecía pertenecer a otro planeta, con una fuerza inexplicable que le permitía mantenerse en pie a pesar de tener el fémur carcomido. Porque llegó andando, asido a un palo de madera, para romper el escudo invisible con el que los blancos manteníamos la distancia de la miseria que veíamos a nuestro alrededor.  Nos recordó que detrás de cada niño con los zapatos rotos había una historia que no conocíamos y nos puso delante de nuestras narices la suya propia. Porque estaba claro que, si la conocíamos, el escudo invisible volaría en pedazos. Y voló. Y Henry consiguió poner en marcha una cadena humana que aún sigue creciendo, en la que cada uno sacó lo mejor de sí mismo, y se entregó incondicionalmente, y nos salvó de olvidar lo que es de verdad importante, que hay personas muy buenas y que las grandes hazañas son posibles. Y, en este caso, la hazaña era salvarlo. Y salvarnos. Y lo está consiguiendo. Por eso es mi superhéroe favorito. 

Henry2Continuará… De momento lo dejamos aquí.

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El ‘abuelo’ navarro de Kamabai

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“¡Grandpa, grandpa!”. Los niños que viven en Kamabai, en Sierra Leona, saludan con esta fórmula a todo hombre blanco con el que se cruzan. Lo hacen siempre con una sonrisa, a pesar de ir descalzos y de lucir brazos y piernas escuchimizados, reflejo del hambre y de la miseria que azotan la región. “¡Grandpa!” [“abuelo”, en inglés], se escucha en cada calle, en cada esquina. Con este cariñoso saludo los lugareños se dirigen a José Luis Garayoa, misionero navarro de 60 años, asentado en Kamabai desde hace nueve, y que hacen extensible a los pocos visitantes de tez clara que llegan al lugar. La tierra es de un rojo intenso –“de toda la sangre vertida en la guerra”, dicen los locales–, el aire y los olores, densos, y la vegetación, salvaje, infranqueable. De pronto, una voz de inconfundible acento ribereño se alza por encima de las demás y da la bienvenida con un: “¿Qué pasa, majicos?”. Es 6 de julio y, sobre el cuello del hombre que saluda, lleva un pañuelo rojo, añoranza de tantos sanfermines que ha vivido en las calles de Pamplona. “Pero aquí también hay muchos encierros que correr y, seguramente, con toros más bravos, como el de la miseria”.

José Luis Garayoa Alonso, sacerdote de la orden de los Agustinos Recoletos, da la bienvenida equipado con unas chanclas, una pantaloneta y un polo rojo desgastado por las lluvias torrenciales y el sol que cae a plomo en la estación seca. El misionero nació en Falces –aunque se crió entre Estella y Viana–, y ha dejado su huella en algunos de los lugares más olvidados del mundo. “Un pastor tiene que oler a oveja”, repite este navarro cuando se le pregunta por los motivos por los que ha trabajado en el estado mexicano de Chihuahua, en Costa Rica durante diez años o con los inmigrantes en la localidad texana de El Paso durante otros cuatro años. Y, por supuesto, en Sierra Leona.

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“Soy un enamorado de esta tierra”, repite una y otra vez. Esta tierra es un rincón en la costa de África Occidental, frontera con Liberia y Guinea, en la que viven 5,6 millones de personas, un millón de ellas en la capital, Freetown. Los niños que han nacido en este país tienen un fuerte sentido de África, pero pocos saben explicar qué es un continente y a duras penas lo distinguen cuando se les muestra un mapamundi. Las últimas estadísticas de la ONU son demoledoras: es el décimo país más pobre del mundo.

Una guerra sin sentido

Garayoa llegó allí por primera vez en enero de 1998. El país llevaba siete años inmerso en una de las guerras civiles más crueles del siglo XX. Muchos de los habitantes de Sierra Leona describen el conflicto como “no sense” [“sin sentido”, en inglés]. El Frente Unido Revolucionario (FRU), formado por los rebeldes con el apoyo del ejército de Liberia, con Charles Taylor al frente, fue avanzando posiciones desde el sur del país, la zona más cercana a la frontera liberiana y donde se concentran las codiciadas minas de diamantes. Mientras los gobiernos de China y de varios estados europeos votaban en Naciones Unidas a favor del embargo de armas, empresas de sus propios países se saltaban la prohibición. Los rebeldes arrasaban las aldeas, reclutaban niños soldado y amenazaban con hacerse con el control de la capital. La intervención de una fuerza internacional fue incapaz de frenarlos.

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El misionero José Luis Garayoa reside en Kamabai, una región del centro de Sierra Leona. Veinte familias sobreviven gracias a los proyectos agrícolas y ganaderos que desarrolla en su misión. (Fotografía cedida).

La situación rebasaba todos los límites y José Luis Garayoa, entonces profesor de Geografía e Historia en un colegio de Valladolid, lo sabía. Pero una carta escrita por sus superiores le cambió la vida: “Si estás iluminado por el espíritu de Jesús, si estás decidido, escribe una misiva de puño y letra al Provincianato ofreciéndote voluntario para irte a Sierra Leona”, rezaba el contenido de aquel papel. “¿Y por qué no?”, se dijo a sí mismo el sacerdote. “Fui yo quien tomó la decisión y lo hice por una razón: acompañarte en una boda es fácil, pero hacerlo cuando estás jodido demuestra la dimensión de tu cariño. Era una forma de querer. Y, además, de dar autoridad moral a lo que les decía siempre a mis alumnos: que en cuanto tuviera la oportunidad, volvería a primera línea. Dios me puso la muleta y yo entré”.

A partir de ahí, los acontecimientos se sucedieron atropelladamente. Garayoa aterrizó en Guinea, ya que la entrada a Sierra Leona estaba entonces prohibida. “Tuve que atravesar la frontera por el bosque, de forma ilegal”, recuerda el misionero entre risas. Y después, recorrer buena parte del país para llegar al corazón, a Kamabai. “Había muchísimo trabajo que hacer: era una nación decapitada y no había ningún apoyo internacional. Éramos bomberos que apagábamos los pequeños incendios que veíamos. Hacíamos lo que podíamos”.

Sin embargo, fue un enemigo diminuto, invisible al ojo humano, el que lo dejó fuera de juego. A las tres semanas, Garayoa yacía tendido en una cama del hospital de Mabesseneh afectado por fiebre tifoidea. Indefenso, no fue capaz de escapar de los rebeldes que, el 14 de febrero, asaltaron el centro sanitario. Ellos vieron en este hombre blanco la moneda de cambio perfecta para exigir a las tropas de la ONU que se retiraran de la región. “Y como me veis, así, en pantaloneta, camiseta y chancletas, me llevaron con ellos a través del bosque”.

El sacerdote fue obligado a caminar a marchas forzadas, a pasar días enteros en mitad de la selva sabiendo que su futuro era más que incierto. Ocupaba su mente escribiendo un diario, en el que plasmaba sus reflexiones y vaciaba sus preocupaciones. “Lo que más me dolía cuando estaba secuestrado era el sufrimiento que sabía que sentían mis hermanas. Cuando me veía al límite de mis fuerzas, me decía a mí mismo: ‘Ya está, que me den un tiro y aquí me quedo’. Y acto seguido me decía: ‘¡No seas cabrón, José Luis! Si tu familia cree que estás vivo, tienes que estar vivo”.

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El 6 de julio, Garayoa celebró el chupinazo con sus amigos Hassan y Medo Mansaray.

Un día, un grupo de rebeldes dispuesto a lanzar un órdago a la comunidad internacional lo puso en un paredón de palmeras y matorrales. “En ese momento sólo pensé en que no tenía más tiempo. Si tenía que decirle a alguien ‘te quiero’, ya no podía”. Entonces apareció otro rebelde al grito de “Stop, stop, stop!”, y comenzó a discutir con los verdugos y los convenció para no ejecutar a su víctima: si mataban a Garayoa, la respuesta internacional recaería directamente sobre ellos.

El 27 de febrero, tras dos semanas de secuestro, el sacerdote fue liberado. Los periodistas Miguel Gil Moreno, español, y Kurt Schork, estadounidense, fueron los primeros en cruzarse con él. “Joder, ¡el misionero!”, exclamó Gil, quien puso a su disposición un teléfono satélite para que contactara con su familia y les diera la noticia de su liberación. “Me contestó mi cuñado, se me cortó la voz, a ellos también…”, recuerda el misionero, emocionado. Los dos reporteros perdieron la vida el 24 de mayo de 2000 tras una emboscada de los rebeldes muy cerca de Rogbery Junction, en Sierra Leona.

Regreso a Sierra Leona

Para Garayoa no resultó fácil volver a España. Su cabeza estaba en África y los psicólogos le presionaban para que se tomara un año sabático. “¿Y qué voy a hacer yo un año parado?”. Desestimando el consejo, el sacerdote se marchó cuatro años a la ciudad estadounidense de El Paso y después, en 2005, volvió a coger un vuelo rumbo a Sierra Leona. La paz había llegado tres años antes y había dejado tras de sí un escenario desolador, con un balance de entre 50.000 y 75.000 muertos, dos millones de desplazados –un tercio de la población total– y una sociedad rota con un ingente reto por delante: convivir.

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Un voluntario navarro le regaló a Garayoa una vaca. El animal, en primer plano, se llama Iruña.

Durante los ocho años que ha permanecido allí, Garayoa ha logrado poner en marcha diversos proyectos agrícolas y ganaderos gracias a los que subsisten una veintena de familias. Además, se encarga de gestionar los recursos que llegan de diferentes partes del mundo, sobre todo de España. Especialmente generosos han sido los donativos que el Ayuntamiento y los vecinos de Viana han enviado en los últimos años. En 2008, Gregorio Galilea, alcalde de esta localidad navarra, viajó hasta Kamabai para inaugurar dos proyectos solidarios. El misionero muestra con orgullo el maíz que crece en su huerta y las vacas que pastan en su establo, una de ellas bautizada con el nombre de Iruña. Sin embargo, la aventura africana de Garayoa podría terminar en cuestión de meses. “Yo soy como un jugador cedido, como uno que el Madrid cede a Osasuna, y el año que viene se cumple mi contrato”. Garayoa dejará un legado marcado por la esperanza, el trabajo y la alegría, pese a los continuos reveses con los que golpea una de las regiones más pobres del mundo. Orgulloso y sonriente, el grandpa de Kamabai parece casi decir adiós a la gente con la que se ha volcado en cuerpo y alma. “Yo no he cambiado las estadísticas, pero te puedo enseñar las sonrisas de los niños”.

[Reportaje publicado el domingo 29 de septiembre de 2013 en La semana navarra, suplemento dominical de Diario de Navarra. Escrito mano a mano con Gonzalo Araluce].

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